Gracias por estar presentes. Esta ponencia en el CTO Summit no solo es especial por el momento que vivimos, sino porque representa un punto de inflexión en nuestra relación con la tecnología. Hemos cruzado una frontera invisible. La inteligencia artificial generativa ya no es un experimento de laboratorio ni una promesa futurista. Es una fuerza transformadora, activa y desbordante, que está modificando nuestra forma de crear, de trabajar, de relacionarnos y hasta de interpretar la realidad misma. Lo que hace apenas tres años parecía ciencia ficción, hoy está redefiniendo las bases de nuestras industrias, nuestras conversaciones y nuestros derechos.
Y sin embargo, el mayor peligro no es la tecnología. Es nuestra falta de preparación para asumir el reto ético y social que conlleva. Por eso hoy quiero hablar desde una posición que no solo me compromete como tecnólogo, sino como ciudadano del presente que cree en un futuro posible solo si volvemos a poner al ser humano en el centro.
El divorcio entre ciencia y humanidades fue un error histórico
Hace siglos, ciencia y humanidades eran una sola cosa. Newton y Leibniz escribían tratados científicos con la misma pasión con la que debatían sobre filosofía. Pero con el paso del tiempo, algo se fracturó. La especialización extrema nos convirtió en silos humanos: por un lado, ingenieros que construyen sistemas sin preguntarse para qué; por otro, filósofos que reflexionan sobre el mundo sin comprender cómo se está programando su nueva estructura. El resultado es que la tecnología ha avanzado más rápido que nuestra capacidad de gobernarla con valores.
Tecnohumanismo: unir lo que nunca debió separarse
El tecnohumanismo nace de la urgencia por reparar esa fractura. No podemos seguir diseñando el futuro desde la ceguera moral. Necesitamos equipos multidisciplinares donde convivan programadores, sociólogos, ingenieras, antropólogos, expertas en machine learning y filósofos. No para hacer la tecnología más “amable”, sino más humana. Porque sin esa mirada, lo que creamos es poder sin conciencia.
Durante demasiado tiempo hemos normalizado que ingenieros y filósofos trabajen en compartimentos estancos, como si sus mundos no tuvieran puntos de encuentro. El resultado es una tecnología que avanza sin dirección ética y una reflexión moral que no influye en la práctica. Cuando la técnica camina sola, el riesgo es crear soluciones brillantes pero vacías de sentido. Del mismo modo, una filosofía desconectada de la tecnología pierde su capacidad transformadora.
Por eso, la apuesta tecnohumanista no es una moda, sino una necesidad urgente. Solo desde el diálogo constante entre disciplinas podemos recuperar una visión amplia y profunda del ser humano. Sin esa integración, seguiremos presos de una tecnología poderosa pero ciega, incapaz de comprender el impacto real que tiene sobre la vida y la dignidad de las personas.
No estamos ante una evolución. Estamos ante una mutación
Hablar de IA generativa no es hablar de una nueva herramienta. Es hablar de un nuevo paradigma cognitivo. Estos sistemas no solo replican patrones: crean contenido completamente nuevo, en tiempo real, indistinguible de lo producido por un ser humano. Eso implica que estamos delegando parte de nuestras funciones más profundas —la creación, la imaginación, la escritura, el análisis— a una entidad no biológica. Y esto no es bueno ni malo por sí mismo. Depende de lo que hagamos con ello.
Yo lo advertí hace años. Muchos compañeros del ámbito académico y técnico se reían. Me decían que lo que planteaba era exagerado, que jamás veríamos sistemas capaces de escribir con coherencia o crear arte. Hoy esas personas son las mismas que me llaman con incredulidad al ver las imágenes hiperrealistas que una IA puede generar, o los informes ejecutivos redactados por modelos lingüísticos autoregresivos que no tienen ni 2 años de vida. Nos ha sobrepasado. Lo que hoy vivimos no es una evolución lineal: es una mutación acelerada de nuestro ecosistema informacional.
Artificialidad indistinguible: el fin de la realidad consensuada
Una de las consecuencias más graves —y menos entendidas— de esta revolución es el nacimiento de la artificialidad indistinguible. Ya no hablamos de “deepfakes” o de montajes aislados. Hablamos de una generación de contenido en masa que rompe la frontera entre lo real y lo simulado. Lo vimos con la imagen del Papa con abrigo Balenciaga: nadie cuestionó su veracidad en un primer momento. Porque no había razón para hacerlo. Porque se ve real. Porque el cerebro humano no está diseñado para desconfiar de todo lo que percibe.
Este fenómeno tiene implicaciones profundas. La confianza es uno de los pilares de la vida en sociedad. Si no sabemos distinguir qué es real, ¿cómo vamos a tomar decisiones? ¿Cómo vamos a sostener una democracia? Por eso insisto tanto en que la regulación no puede ser opcional. Necesitamos sistemas de validación, de trazabilidad, de certificación de contenido. Y no para censurar, sino para proteger la integridad cognitiva de las personas. Para que no vivamos en un mundo donde todo puede ser falso y, por tanto, nada importe.
Es fácil caer en el pánico. Pero esa no es mi postura. Yo elijo el tecno-optimismo crítico. Porque si bien esta tecnología tiene un poder inmenso, también abre puertas a una sociedad más inclusiva, más eficiente, más consciente. Lo que necesitamos es educación, solidaridad y un nuevo marco ético compartido. Educación para comprender lo que está ocurriendo, y para formar a ciudadanos capaces de vivir en este nuevo mundo digital sin ser manipulados. Solidaridad para no dejar a nadie atrás: porque la IA también está destruyendo puestos de trabajo, y tenemos que hablar de eso. Y ética para guiar cada paso que damos, no desde el miedo, sino desde la responsabilidad.
Cuando alguien me pregunta: “¿Qué va a pasar con mi trabajo?”, no le contesto como ingeniero. Le contesto como ser humano. Y le digo: depende de lo que hagamos juntos. Porque el futuro no está escrito en los algoritmos. El futuro se escribe en las decisiones que tomamos hoy.
La clave no está en la máquina, sino en la mirada con la que la enfrentamos.









